Miguel de Unamuno, en su conocido ensayo Soledad, distingue dos formas de soledad: la buscada y la impuesta. La primera la buscamos voluntariamente como un ámbito de reencuentro personal, de meditación, de distanciamiento del mundo, como una ocasión para profundizar en lo que somos. Somos seres esencialmente políticos y sociales, pero necesitamos también momentos de aislamiento para profundizar en lo que somos y en lo que hemos venido a hacer en el mundo. La segunda soledad no es intencional, viene impuesta. Es la última consecuencia de la sociedad de la desvinculación. Es la soledad que sufren muchas personas mayores, especialmente en las grandes ciudades. Viven solas y querrían sentirse acompañadas. Anhelan tener vínculos, pero pasan los días y las semanas, sin hablar con nadie. A veces, mueren y nadie las echa de menos. Es la consecuencia de una sociedad fragmentada.
La soledad impuesta de las personas mayores es un fenómeno que crece en el conjunto de las ciudades europeas, pero también en muchas residencias geriátricas. Vivimos en un área del mundo en la cual cada vez hay más personas mayores y más ciudadanos que viven solos. Algunos optan por la single life como opción de vida; otros se la han encontrado sin quererlo. La soledad no es un concepto originariamente físico. Es, más bien, una noción emocional. Uno puede sentirse solo y, no obstante, está inmerso en una gran multitud y uno puede sentirse acompañado a pesar de estar físicamente aislado de los otros. Una persona se siente acompañada cuando sabe que cuenta para alguien, con que alguien vela por ella, que su existencia y su bienestar no le son indiferentes.
Muchas personas mayores viven solas en circunstancias de gran vulnerabilidad económica, social y sanitaria. Malviven con una ínfima pensión en inmuebles que presentan todo tipo de barreras arquitectónicas. Afortunadamente, hay organizaciones, sin ánimo de lucro, como Los Amigos de las Personas Mayores que, desde hace más de treinta años, disponen de una red de voluntarios que velan por el bienestar de las personas mayores y tratan de ofrecerles acompañamiento y calidez. Esta tarea de humanización es muy noble y es una expresión del latido positivo que existe en nuestra sociedad, aunque no siempre es visible en los medios de comunicación social. El fenómeno de la soledad de las personas mayores no es una fatalidad de la historia, ni, tampoco, una casualidad.
Cuando una persona mayor se siente acompañada y amada, se revigoriza y experimenta el deseo de vivir
Tampoco es un fenómeno que se pueda extender a otras áreas del mundo, ni en otros momentos de la historia. Es un problema que sufrimos ahora y aquí en el denominado primer mundo. Hay una multitud de factores que explican este fenómeno. Sin ánimo de explorarlo a fondo, hay que indicar, como mínimo, las siguientes causas: el hedonismo individualista, la debilidad del compromiso en los vínculos de pareja la descomposición progresiva de los vínculos familiares y de la vecindad; el utilitarismo compulsivo que no otorga ningún valor al acompañamiento de una persona mayor, el ageism (discriminación por edad) latente que subsiste en la sociedad y la falta de instituciones de mediación que hagan posible el encuentro intergeneracional.
Las generaciones cada vez vivimos más aisladas las unas de las otras. Los niños comen con los niños en las escuelas, y las personas mayores lo hacen en las residencias geriátricas o solas en sus viviendas. En circunstancias de soledad impuesta, es fácil que las personas mayores experimenten cansancio vital, desgana e, incluso, deseo de morir. No es extraño. Somos seres que necesitamos ser amados y que sentimos el deseo de amar. Tanto en sentido activo, como en sentido pasivo, somos seres hechos para amar. Desde la antropología cristiana, somos seres creados a imagen y semejanza de un Dios de amor; por lo tanto la capacidad y el anhelo de amar forman parte de nuestra naturaleza.
Cuando una persona siente que cuenta para alguien, que es amada, con que su presencia es valiosa y necesaria, experimenta que su vida vale la pena. Hay personas mayores que encuentran su motivación de vivir en el cuidado de un animal, de un jardín, de sus nietos, en el encuentro semanal con una voluntaria.
Nadie quiere ser tratado como un objeto de cuidados, como una cosa o como un peso pesado. Todo ser humano siente el anhelo interior de ser tratado dignamente, de ser tratado como persona, como un ser único e irrepetible. No podemos ser indiferentes a este drama. La soledad obligada de las personas mayores nos exige una respuesta cívica, social, incluso política y jurídica. El Evangelio nos convoca a ser solícitos con los más vulnerables y a responder activamente a las necesidades de los que más sufren. Hay sufrimientos visibles que ocupan grandes titulares. Hay sufrimientos invisibles, escondidos tras las cortinas mediáticas, pero que son tan intensos y graves como los primeros.
Frente al cansancio vital propiciado por la soledad no deseada, por el abandono emocional de la comunidad y por la vulnerabilidad social y económica, la solución no radica en legitimar y legalizar la muerte amparándose en el libre consentimiento de la persona cansada de vivir, sino en comprometerse activamente para que ningún ser humano se sienta solo y desamparado, para que vea reconocida su dignidad y su valor. Hay ejemplos evidentes que muestran que cuando una persona mayor se siente acompañada y amada, se revigoriza y experimenta, si lo había perdido, el deseo de vivir.
Es esencial luchar contra la sociedad de la desvinculación que nos conduce al atomismo social y a la soledad no deseada. Por eso, es básico cambiar nuestra mirada y ser capaces de ver en las personas mayores un chorro de posibilidades y no únicamente una fuente de problemas y un peso social. Solamente así seremos capaces de entender que acercarse a una persona mayor que está sola no es perder tiempo, sino una ocasión para crecer humanamente, para aprender de su experiencia vital y anticipar la propia vulnerabilidad.
JOSEP MARIA CARBONELL, EUGENI GAY, DAVID JOU, JORDI LÓPEZ CAMPS, MARGARITA MAURI, JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL, FRANCESC TORRALBA.
La Vanguardia, 28 de mayo de 2017